El estrés es una respuesta natural diseñada para protegernos en momentos de peligro. Sin embargo, cuando se vuelve prolongado, deja de ser un mecanismo útil y se convierte en un agente silencioso que deteriora la salud, especialmente la del sistema inmunológico. Vivir en alerta constante altera hormonas, agota defensas y deja al organismo vulnerable frente a virus, bacterias e inflamación crónica.
Todo comienza en el eje hipotálamo–hipófisis–suprarrenal (HHS), el centro de mando del estrés. Cuando el cuerpo percibe una amenaza —real o emocional— libera cortisol, la hormona encargada de activar el estado de supervivencia. En situaciones normales, el cortisol sube rápidamente y luego vuelve a equilibrarse. Pero bajo estrés prolongado, se mantiene elevado durante horas o días, interfiriendo directamente con las células del sistema inmune.
El cortisol alto inhibe la producción de linfocitos, reduce la formación de anticuerpos y disminuye la capacidad del organismo para identificar y eliminar patógenos. También altera la función de macrófagos y células NK, piezas clave en la defensa contra virus y células anómalas. Como resultado, el sistema inmune se vuelve lento y menos eficiente. Es por eso que las personas sometidas a estrés crónico se enferman con mayor facilidad, tardan más en recuperarse y presentan infecciones recurrentes.
El estrés prolongado también genera inflamación sistémica de bajo grado. Aunque el cortisol inicialmente bloquea la inflamación, su exceso termina causando el efecto contrario: una activación inmune desordenada que desgasta al organismo. Este estado inflamatorio favorece enfermedades cardiovasculares, problemas digestivos, trastornos autoinmunes y afectación del estado de ánimo.
A nivel intestinal —donde vive cerca del 70% del sistema inmunológico— el estrés altera la microbiota, reduce la diversidad bacteriana y aumenta la permeabilidad intestinal. Un intestino inflamado permite que toxinas y moléculas proinflamatorias pasen al torrente sanguíneo, activando al sistema inmune de manera excesiva y desorganizada. Con el tiempo, esta hiperactivación se traduce en fatiga inmunológica y menor capacidad para combatir infecciones.
El sueño también se ve afectado. El estrés dificulta la producción de melatonina, lo que reduce el descanso profundo y disminuye la reparación inmunológica que ocurre por la noche. Menos sueño significa menos células inmunes activas, más inflamación y un sistema defensivo debilitado.
👉Los efectos se sienten en el día a día:
👉resfríos frecuentes,
👉alergias más intensas,
👉digestión inestable,
👉inflamación persistente,
👉cansancio extremo,
👉cambios de humor,
👉baja resistencia ante enfermedades.
La buena noticia es que el sistema inmune es altamente recuperable. Practicar respiración profunda, regular el sueño, caminar, reducir estimulantes, fortalecer la alimentación y crear espacios de calma reduce el cortisol y permite que las defensas vuelvan a funcionar de forma óptima.
En conclusión, el estrés prolongado no solo agota la mente… desarma al sistema inmunológico.
Cada día viviendo en alerta le resta fuerza a tus defensas y aumenta la vulnerabilidad del cuerpo.
Porque recuperar la calma es, también, recuperar tu capacidad natural para protegerte.



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